Presencia: el músculo que más cuesta entrenar

Hay días en los que me veo funcionando como una computadora con muchas ventanas abiertas: la casa, los niños, el trabajo, las cuentas por organizar, los proyectos que me ilusionan y lo que viene después, paso a paso. Todo está ahí, coexistiendo, reclamando un poquito de atención.

Estar presente suena sencillo, casi romántico, pero en realidad es uno de los entrenamientos más complejos que tenemos hoy. Es una práctica diaria que, incluso cuando sabemos que nos hace bien, cuesta sostener. Entre las demandas de la maternidad, el rol de emprendedora, las responsabilidades de la vida adulta y los planes que queremos construir, la presencia se convierte en un arte que se entrena poquito a poco, con intención, y tomando acción para que realmente se manifieste en tu día a día.

A veces se siente como si estuviera malabareando un set de cartas mientras voy en monociclo. Todo intentando mantenerse en el aire, buscando equilibrio. En medio de tanto movimiento, lo único que me ayuda es anclarme en este momento.

Sentir lo que pasa en cada minuto. Saborear el detenerme. Entrenar de nuevo mi atención para que se quede en este momento. Porque sí, hay mucho que manejar y sostener al mismo tiempo, pero es justo en medio de ese torbellino donde la presencia se vuelve medicina.

Entonces, ¿cómo me doy cuenta de esos momentos en los que me desconecto? Para mí, la respiración es la señal más clara. Cuando noto que mi respiración se acelera o se vuelve superficial —solo respirando con la parte alta del pecho, casi sin mover el abdomen, rápida y entrecortada— puedo sentir hacia dónde se fue mi mente: al futuro, a la ansiedad, a los miedos, a preocupaciones.

Cuando la mente viaja al pasado —a recuerdos que traen nostalgia, tristeza o incluso culpa— la respiración también cambia. Suele volverse más lenta, corta o pesada, como si el aire tuviera que cargar con la emoción. El pecho se siente denso, los hombros se encogen, el abdomen se retrae. Es un suspiro interno que acompaña la emoción que estamos viviendo mentalmente.

Al notar esto, podemos usar la respiración como una brújula: nos muestra dónde estamos atrapados y nos da la oportunidad de regresar al presente. Inhalar profundo, soltar lentamente, sentir el aire llegar hasta el abdomen… y con cada respiración, permitirnos soltar un poco de lo que ya pasó y volver a aquí y ahora.

Es justamente esta capacidad de observar y regresar al presente la que la práctica de yoga me enseña. Estar presente en el mat no es solo hacer posturas: es entrenar la atención, sentir el cuerpo, inhalar profundo, soltar lentamente, y conectar con lo que ocurre adentro.

Lo más valioso es que esta práctica no se queda en el mat: me acompaña fuera también. Me ayuda a estar aquí y ahora, a notar lo que pasa dentro de mí, y a enfrentar la vida con más claridad y calma. Por eso el yoga es tan diferente de otras disciplinas: no solo fortaleces o estiras el cuerpo, también descubres tu mundo interno y aprendes a escucharte de verdad.

Y si algo he aprendido, es que llegar a un estado de presencia es un trabajo. No pasa de la noche a la mañana. Requiere disciplina, constancia y la decisión de regresar a ti una y otra vez.

No te voy a mentir: me gusta el movimiento intenso, la fuerza, el dinamismo, el empuje de ir más allá. Pero con los años entendí que ese impulso también puede ser presencia. Que moverse con intención, respirando, sintiendo, observando, puede ser tan profundo como quedarse quieta.

Porque el yoga, más que una práctica física, es una práctica de conciencia.
Muévete no solo por verte bien, muévete para conocerte, para darte más vida, para permitirte encontrar herramientas que te ayuden a estar presente.
Porque solo en ese estado de presencia se disfruta la vida.
Solo estando aquí, se goza.

Si quieres explorar este tema un poco más, te dejo por aquí algunas clases de respiración que pueden ayudarte a reconectar y regresar a ti, una inhalación a la vez: