Por Trini Castellanos
En ULA lo repetimos mucho: tu práctica de yoga también vive fuera del mat. Y no lo decimos por decir. Lo decimos porque lo vemos. Lo sentimos. Y sobre todo, lo vivimos.
La práctica de yoga va más allá de las posturas que haces durante una clase. Mucho más allá de qué tan flexible estás, cuántos saludos al sol lograste o si hoy por fin lograste sostener el equilibrio en esa postura que llevas tiempo explorando. En realidad, el mat es apenas el punto de partida. Es como un laboratorio íntimo, silencioso y a veces incómodo, donde te das permiso de observar con atención —y sin juicio— lo que sucede dentro de ti.
En cada clase se abre una oportunidad para conectar con algo más profundo que el cuerpo físico. La respiración, el movimiento y la intención se encuentran y crean una experiencia que traspasa la piel. No hay una práctica igual a otra, porque tú tampoco eres el mismo cada día. A veces lo que se despierta es físico —una cadera más abierta, un pecho más suave, un centro más fuerte—, pero otras veces se mueve algo más sutil: un pensamiento que se transforma, una emoción que se libera, una decisión que se clarifica.
Y ese es el verdadero regalo de practicar: lo que te llevas después.
Cuando terminas la clase y te levantas del mat, tu práctica no termina. De hecho, ahí es donde comienza otra capa. Porque lo que cultivaste durante esos minutos —presencia, conciencia, respiración, compasión, paciencia, fuerza, escucha— se convierte en herramienta. Y esas herramientas están disponibles para ti, todo el tiempo. En tu trabajo, en tus relaciones, en tus decisiones, en la forma en que te hablas a ti mismo y en cómo te tratas cuando estás pasando por un día difícil. En cómo respiras cuando estás a punto de explotar. En cómo escuchas antes de responder. En cómo vuelves al cuerpo cuando todo se siente demasiado.
La práctica fuera del mat es eso:
— Es darte cuenta cuando estás respirando superficial y regresar a tu centro.
— Es sentir una emoción incómoda y no taparla. Mirarla. Respirarla. Dejar que te diga algo.
— Es reconocer tus reacciones automáticas y elegir conscientemente cómo quieres responder.
— Es no tener miedo a sentir. A estar presente contigo y con lo que es.
— Es parar. Observar. Habitarte.
Ese es el yoga del día a día. Y no siempre es fácil. A veces es incómodo, caótico, desordenado y poco estético. Pero también es profundamente humano. Y sanador.
Así que si alguna vez te preguntas si tu práctica “está funcionando”, no lo midas por qué tan abierta está tu cadera o cuánto aguantas en chaturanga. Mídelo por lo que sucede cuando estás fuera del mat. Por cómo vives. Por cómo te sostienes. Por cómo te vuelves un espacio más amable para ti y para los demás.
Te invito a eso:
A respirar profundo cuando todo se acelera.
A observar el fondo más que la forma.
A moverte desde la conciencia, y no desde la exigencia.
A habitar tu cuerpo como un lugar sagrado.
A sentir sin miedo. A mirar hacia adentro sin juicio.
Y a seguir practicando, cada día, en cada gesto. Dentro y fuera del mat.
Porque el yoga no es una meta ni un destino.
Es una forma de estar presente en tu vida.
Y de vivirla con intención.